
Sabe
que tiene que llegar al extremo derecho de la alfombra y dar tres pasos al
frente para ir al baño. Para alcanzar el comedor hay que moverse, en cambio,
hasta la mitad de la moqueta y caminar hacia adelante. Una vez allí, solo debe
seguir el borde de la mesa para entrar en la cocina.
Nueve
meses después de que un agente le disparara una bomba lacrimógena al rostro, que
aparte de la vista le arrebató el gusto y el olfato, los muebles de casa son
los principales aliados de la chilena Fabiola Campillai en el reaprendizaje que
se ha convertido su día a día.
"¿Ya
lo boté?", pregunta en alto, con una mezcla de preocupación y chispa,
luego de rozar con la cadera una pequeña mesa repleta de fotos de sus tres
hijos.
"No
mamita, está todo bien, venga por acá", le contesta cariñoso su esposo.
"Pedí
que no me sacaran nada de la casa. Cada mueble cumple una función. Está
prohibido moverlos", dice sonriente a Efe, ya sentada en el comedor de su
casa en San Bernardo, un barrio de la periferia de Santiago.
Ataque
injustificado
La
noche del pasado 26 de noviembre, cuando Chile estaba inmerso en la peor ola de
protestas desde el fin de la dictadura militar en 1990, Campillai se dirigía
junto a su hermana a la parada de bus para ir a su trabajo como auxiliar de
producción en una fábrica alimenticia.
Al
doblar la esquina de su casa, un carabinero le disparó con una escopeta de 37
milímetros: "¿Qué les íbamos a hacer dos mujeres solas de un metro sesenta
de estatura?", se sigue preguntando todavía.
Tras
caer desplomada, comenzó una carrera contrarreloj para sobrevivir, con sendas
operaciones para reconstruirle el rostro, ponerle una placa en la frente y
curarle una lesión cerebral que le hacía expulsar líquido cefalorraquídeo por
la nariz: "Si no hubiese tenido ayuda a tiempo de mis vecinos, no estaría
aquí", asegura.
Con
la cabeza llena de tornillos, una cicatriz de oreja a oreja y dos cirugías
pendientes para implantarle unas prótesis oculares y levantarle los párpados,
Campillai dice que está "emocionalmente bien" y que saca las fuerzas
del amor de su familia.
"Esto
es como nacer de nuevo. He reaprendido a moverme, a pelar una papa, a picar una
cebolla e incluso a comer. Si no aprendo a comer, me mancho toda", explica
con una naturalidad que sorprende y despierta admiración.
Campillai,
de 37 años, es una de las víctimas más simbólicas de la brutalidad policial que
se empleó en Chile para sofocar las protestas que estallaron en octubre contra
el Gobierno y la desigualdad y que fue denunciada por organismos como ONU o
Amnistía Internacional.
Su
caso y el de Gustavo Gatica, el otro joven que perdió la vista en la crisis
social, dieron la vuelta al mundo y visibilizaron la epidemia de mutilados
oculares que dejaron las revueltas.
Según
el independiente Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), 460 personas
resultaron con lesiones oculares tras recibir disparos de balines o
lacrimógenas por parte de las fuerzas de seguridad, de las cuales 35 sufrieron
pérdida total de uno de los ojos y dos quedaron ciegas.
"Más
que órdenes directas, los carabineros se sintieron con el derecho a disparar a
la cara", indica, en referencia a las nulas reprimendas públicas por parte
del presidente chileno, el conservador Sebastián Piñera.
Tanto
la baja laboral como todas las operaciones a las que se ha sometido hasta ahora
han corrido a cargo de la mutualidad porque no ha recibido ningún tipo de ayuda
estatal. Ni siquiera una llamada del Gobierno o de la dirección de Carabineros.
"Ya
no quiero que vengan, ya pasó su momento. Solo les pido que se sumen a la
querella que interpuse y que se haga justicia", admite.
Miedo
a la impunidad
El
cuerpo policial abrió un sumario interno y dio de baja el pasado 14 de agosto a
dos funcionarios por no prestarle auxilio, pero no reconoció ni uso excesivo de
la fuerza ni incumplimiento de protocolos. Paralelamente se abrió una
investigación judicial, que nueve meses después empieza a dar sus primeros
frutos.
Campillai
reconoce que durante este tiempo ha sentido mucho miedo a la impunidad, pero
que la detención este mismo viernes del exagente Patricio Maturana por el fatal
disparo le ha "reconciliado con la justicia" y supone un soplo de
esperanza para el resto de víctimas.
"No
es solo responsable el que me disparó, que sin duda tiene culpa, sino que acá
había un piquete completo y había alguien que estaba al mando. Alguien tenía
que haber puesto orden y no lo hizo", reivindica.
Está
convencida de que las protestas volverán cuando pase la pandemia porque
"no se le ha dado ninguna respuesta a las demandas sociales" y tiene
miedo de que su familia, que siempre ha sido testigo de la convulsionada
política chilena desde bastidores, salga esta vez a marchar.
Mientras
tanto, se encuentra a la espera de comenzar un curso de informática para
reincorporarse al mundo laboral en cuanto termine su recuperación y está
centrada en su hijo más pequeño, de 9 años, al que no quiere "educar en el
rencor".
"Nadie
me va a devolver mis ojitos. Tenemos que tirar para adelante 'ná' más",
concluye.

Fuente:
EFE